Lente Mundial

El significado del privilegio en la lucha contra la crisis climática

La crisis climática lleva décadas gestándose, pero apenas desde mediados de la década de 2000 ha llamado verdaderamente la atención…

Por Berlioth Herrera

Tiempo de Lectura: 6 minutos
El significado del privilegio en la lucha contra la crisis climática
Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Carola Rackete.

La crisis climática lleva décadas gestándose, pero apenas desde mediados de la década de 2000 ha llamado verdaderamente la atención de los países más ricos que componen el Norte Global.

Los incendios forestales de California a Grecia y las inundaciones repentinas de Nueva York a Alemania han abierto los ojos a la realidad de esta crisis mundial, que corre el riesgo de salir de nuestro control si no se hace algo para detenerla.

El verano pasado, los científicos climáticos del mundo publicaron el informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, destacando, una vez más, la necesidad de actuar ahora.

Sin embargo, en lugar de encontrar convicción en las numerosas reacciones públicas a estas funestas advertencias, percibo un sentimiento de impotencia. Muchos en el Norte Global parecen incapaces —o no están dispuestos— a relacionar nuestra economía basada en el crecimiento y el consumo con la intensificación de los desastres naturales que nos rodean.

Vivimos en países que agotaron su parte del presupuesto mundial de CO2 hace mucho tiempo, si tenemos en cuenta las emisiones históricas liberadas desde 1850. Sin embargo, los efectos de ese gasto excesivo han asolado sobre todo a los países lejanos que no vemos, cuyos ciudadanos se enfrentan a riesgos mucho mayores para su seguridad personal cuando denuncian esta injusticia.

Creo que quienes podemos actuar tenemos la responsabilidad de hacerlo. Adoptar el activismo para combatir a los contaminadores —que perjudican a todo el mundo— es una forma de empezar a saldar nuestra deuda. De hecho, esa capacidad de organizarse y manifestarse sin duda es, para mí, uno de los síntomas más poderosos de nuestro privilegio.

Un autobús y varios automóviles quedaron atrapados en medio de una inundación en la Ciudad de Nueva York en septiembre de 2021, después de que los vestigios del huracán Ida arrasaran en la región, provocando al menos ocho muertes, la interrupción del servicio de metro y la destrucción de hogares en Nueva Jersey. (Dakota Santiago/The New York Times)

Además, según mi experiencia, ejercer ese privilegio es la forma más eficaz de ayudar a que el mundo entero avance hacia un futuro más seguro y justo para toda la vida en este planeta.

Mi primer encuentro con la frustración y la impotencia a la que muchos de nosotros nos enfrentamos se produjo hace una década. Me había graduado en la universidad marítima y había recibido mi licencia de navegación comercial y, en agosto de 2011, llevé el rompehielos de investigación alemán RV Polarstern al Polo Norte. Nuestros científicos vitorearon y brindaron por el viaje en la cubierta helada.

No obstante, a los pocos minutos, todos volvieron al trabajo y vi caras de preocupación. No podíamos realizar las mediciones de hielo que habíamos venido a hacer en el Polo Norte, porque simplemente no había suficiente hielo viejo. Al final, tuvimos que buscar un témpano de hielo viejo de tamaño considerable utilizando un helicóptero. La frustración reinaba entre los científicos más veteranos, cuyos informes y advertencias de décadas sobre la crisis climática habían sido ignorados en su mayoría.

Hoy la mayoría de la gente me llama activista. Ya no trabajo como profesional marítima, aunque la gente me conoce públicamente como la capitana de un barco de rescate de refugiados que fue arrestado (e inmediatamente liberado) tras atracar en Italia sin permiso después de un enfrentamiento de diecisiete días.

Fue un acto de desobediencia civil, utilizando mi privilegio de clase media blanca (mi capacidad de estudiar gratis en la universidad y mi confianza en una menor probabilidad de ser procesada por contrabando, en contraste con muchos migrantes en Grecia o Italia) para apoyar a personas empujadas con violencia a los márgenes por la sociedad europea.

En agosto de 2021, volví a Alemania, a los restos de un pueblo llamado Lutzerath, a solo 200 metros de la inmensa mina de lignito a cielo abierto llamada Garzweiler, que alimenta la central eléctrica de carbón de la empresa energética RWE, Neurath, una de las diez más grandes contaminantes de Europa. Solo queda una granja. El agricultor no quiere vender sus tierras a RWE y pronto podría ser desalojado.

Estoy entre las casi 300 personas que ha invitado a oponerse a la acción ocupando el terreno con un campamento permanente. En lugares como Lutzerath, veo otra oportunidad de manifestarse y utilizar la acción directa y las ocupaciones de tierras para impedir que se siga explotando el carbón, lo que en última instancia contribuirá a aumentar las emisiones de combustibles fósiles y, si no se controla, a una catástrofe climática mundial.

Las industrias contaminantes no abandonarán sus destructivos modelos de negocio sin una confrontación pública. A diferencia de las personas que viven a miles de kilómetros de distancia —y cuyas vidas se han visto desproporcionadamente afectadas por el cambio climático durante mucho más tiempo que las de los que vivimos en el Norte Global—, yo y muchos otros hemos nacido, o vivimos ahora, en lugares donde tienen su sede algunos de los más grandes contaminadores del mundo, como Exxon, Royal Dutch Shell, BP, Chevron y Total.

Este privilegio de la ubicación, combinado con nuestra responsabilidad por la deuda histórica de carbono, significa que se puede utilizar una variedad de tácticas, incluyendo actos de desobediencia civil, en los territorios de origen de las corporaciones que contaminan, para hacerlas responsables de sus crímenes. Ese privilegio también proporciona acceso directo a las estructuras de poder de esas empresas: sus finanzas, su poder de presión y su licencia social para operar.

No será fácil. Después de todo, muchas personas, en el pasado y el presente, han luchado por sus derechos y libertades en circunstancias mucho más difíciles. Abdul Aziz Muhamat, un amigo de Sudán, pasó casi seis años en los centros de detención de inmigrantes de Australia en la isla de Manus.

Durante ese tiempo, los detenidos se organizaron sin cansancio y se enfrentaron al gobierno australiano por su política de retener allí a los solicitantes de asilo. Finalmente, liberaron a la mayoría de ellos. Una amiga de Kenia, Phyllis Omido, y su comunidad en un barrio marginal de Mombasa emprendieron la lucha contra el envenenamiento por plomo de una fábrica local. Fue atacada, detenida e incluso tuvo que esconderse después de que su demanda contra el gobierno supusiera más amenazas contra ella. Al final, ella y su comunidad prevalecieron, y se cerraron varias fundiciones de residuos tóxicos.

Defender nuestros derechos puede ser una sentencia de muerte en muchos países. Las naciones tradicionalmente democráticas parecen ir por un camino similar al criminalizar los asuntos y las actividades relacionadas con la protesta y la desobediencia civil. Tras las manifestaciones de 2016 por el oleoducto Dakota Access en Dakota del Norte, muchos estados de Estados Unidos aprobaron leyes para penalizar la entrada ilegal en los alrededores de los oleoductos y gasoductos.

En respuesta a las protestas contra la minería de carbón, Australia aprobó en 2020 una ley que penaliza los dispositivos de bloqueo que los activistas utilizan para sujetarse entre sí a las vías del tren u otros objetos. Y durante el pasado verano, agentes de policía en Alemania detuvieron a otros activistas en Lutzerath bajo cargos de los cambios introducidos en 2018 mediante una ley de seguridad conocida como “Lex Hambi”, en el estado de Renania del Norte-Westfalia. Dicha ley, que permite a la policía detener a las personas hasta siete días para verificar su identidad, se instauró en parte como respuesta a los activistas climáticos que habían ocultado sus huellas dactilares para evitar ser identificados.

Tal vez sea la primera vez que algunas personas sientan esa falta de control sobre su futuro personal y colectivo. Muchos, sobre todo los que pertenecemos a la clase media blanca, no estamos acostumbrados a librar batallas difíciles contra estructuras de poder desiguales. A muchos de nosotros no nos han enseñado a construir una comunidad y un poder colectivo en una situación en la que las probabilidades están en nuestra contra.

En otras palabras, nuestro privilegio está a prueba. Por suerte, ese privilegio también puede darnos los medios y la determinación para estar a la altura de ese desafío.

No estoy emocionada por enfrentarme a la policía y a la seguridad de RWE en Lutzerath. En realidad, preferiría volver a mi antigua vida y navegar por la Antártida en un papel de apoyo científico. Pero sé que mi privilegio me da responsabilidades no solo con las comunidades que luchan por su supervivencia, sino también con la comunidad global de todos los seres vivos. La lucha por la seguridad climática mundial está ahora a nuestras puertas. Para tener éxito, se necesitará una cultura de resistencia y una visión clara de la justicia y la solidaridad

 


Agenda Global 2022 es una serie que consta de ensayos, fotografías y gráficos sobre acontecimientos y tendencias observados durante 2021, pero cuya influencia continúa a lo largo de 2022 y más adelante.

Carola Rackete es una ecologista y activista por la justicia social que vive en Europa. Su libro “The Time to Act Is Now” se publicó en inglés en noviembre de 2021