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Roberto Artavia Desde hace unas semanas anda rondando en el país, principalmente en redes sociales, una tabla publicada por el Banco…

Por Desde la Columna

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Roberto Artavia

Desde hace unas semanas anda rondando en el país, principalmente en redes sociales, una tabla publicada por el Banco Mundial en que Costa Rica aparece en los diez primeros lugares del mundo en desigualdad. Y supongo que, medido solamente por ingresos, es verdad.

Esta enorme desigualdad en ingresos es producto de las brechas políticas, educativas y tecnológicas que existen en el país. Por ejemplo, es bien sabido que los empleados de zonas francas y grandes empresas —ricas en tecnología y con empleos de calidad— ganan bastante más que el empleado privado promedio; como lo es que los empleados públicos —en general, pero principalmente la clase profesional en las entidades autónomas, y los poderes judicial y legislativo— también ganan mucho mejor que el empleado promedio del sector privado.

Lo que un empleado o funcionario recibe como salario depende de su productividad individual —hoy muy determinado por cuánta tecnología y capital se invierta en cada puesto, en el caso de las zonas francas y grandes empresas— o por prebendas políticas —los famosos pluses, anualidades y/o convenciones colectivas— no relacionadas con su productividad individual, sino con un Estado que se ha repartido con cuchara grande lo que nos corresponde a todos por medio de inversión y gasto público.

A esto hay que sumarle que el 54% del empleo privado es informal, lo que hace que sus ingresos estén mal registrados, y por tanto mal medidos, y sean muchas veces inferiores al salario mínimo de ley.

Ahora, habiendo dicho eso, y reconociendo la desigualdad existente cuando se mide por ingresos, la verdad es que Costa Rica, con más de 20 instituciones y más de 40 programas sociales en su estructura estatal, además de amplios movimientos cooperativo y solidarista, es una nación que a base de inversiones sociales, desde 1940, se ha convertido en una nación bastante avanzada en términos sociales.

Claro que hay una franja de pobreza “estacionada” desde hace tres décadas en cerca de 20% de la población, pero aún este grupo recibe transferencias amplias del sistema estatal que hace su vida muchos más tolerable.

Hace un par de años, Jorge Vargas Cullel, Director del Estado de la Nación, hizo un análisis por deciles de ingreso en que se demostraba que para el 10% más pobre, hasta un 87% de su “bienestar percibido” era resultado de políticas sociales y sólo 13% de su propio ingreso. Para el segundo decil más pobre era el 63% del bienestar percibido y para el tercero 49%. Para el sexto decil era el 25%. Y así seguía hasta el punto de que, para el decil más rico, el 5% del bienestar percibido todavía era resultado de la política social del Estado costarricense.

 

Esta política social, además de un movimiento cooperativo que cubre cerca de 900.000 personas, y un movimiento solidarista que cubre más de medio millón de trabajadores, incluye un sistema de salud casi universal, educación pública en todos los niveles, becas específicas dentro de este sistema público para los segmentos más pobres. Educación vocacional y técnica gratuita, bonos de vivienda, pensiones no contributivas, subsidios al transporte público; una amplia canasta básica con precios controlados y un IVA apenas simbólico, que además cubre el consumo eléctrico básico; apoyo directo del IMAS a los más pobres, comedores escolares y la red de CEN—CINAI, red de cuido para niños y adultos mayores, subsidios de desempleo —antes y durante la pandemia—; política de salarios mínimos de ley en todos los sectores, un fondo de desarrollo social y asignaciones familiares amplio; y, en fin, una cantidad de políticas que permiten a los más pobres alcanzar un estándar de vida muy superior al que su nivel educativo y productividad individual sustentan.

Definitivamente hay brechas entre los más ricos y bien empleados y estos sectores más pobres, pero la tabla del Banco Mundial sólo mide la brecha por ingresos, sin tomar en cuenta las enormes transferencias a los sectores menos productivos por parte de un sistema fiscal instrumentado para hacerlo desde hace décadas.

Esto no significa que todo esté bien. Las restricciones fiscales que enfrenta el país podrían poner en riesgo algunas de estas transferencias; aunque la verdad sea dicha, entre los candidatos que he escuchado, no he percibido ninguna intención de reducir el contenido de nuestra amplia política social, sino más bien de detener —en buena hora así sea— los abusos en salarios y pensiones de privilegio en el sector público y algunas instituciones que hace mucho tiempo destruyen mucho más valor del que crean para nuestro país.

La verdadera solución pasa por una gran reforma educativa que le dé a niños y jóvenes las capacidades y destrezas para adaptarse a nuevos sistemas productivos; una reconversión de destrezas en la fuerza laboral actual; y un manejo integral de la informalidad productiva; que en conjunto permitan, en un futuro cercano, compensar a todos los trabajadores de acuerdo a su productividad creciente y a la consabida capacidad de Costa Rica apara atraer inversiones nacionales y extranjeras en nuevos sectores de la economía.

Esta nueva educación debe, en particular, permitir un aumento grande la productividad del campo y las costas, donde se concentra la pobreza, por medio de la transferencia de nuevas tecnologías que les permita un significativo aumento de la productividad individual y, con ella, un mejor ingreso, empezando así a derrotar la desigualdad entre el campo y la ciudad.

También debemos aplicar alguna versión del programa C.E.R.R.A.R, en el sentido de consolidar bajo una sola o unas pocas instituciones los programas sociales del Estado para evitar que “como la babosa” —como decía don Abel Pacheco— dejemos en una burocracia a todas luces innecesaria una enorme porción del presupuesto social del Estado.

Finalmente debemos poner mucha atención a la desigualdad de género, que concentra la pobreza en hogares en que la jefe de familia es una mujer y en los rezagos evidentes en comunidades indígenas, donde el contenido amplio de la política social del Estado parece no haber llegado con igual fuerza y cobertura.

Debe quedar claro, sin embargo, que pese a la desigualdad medida por ingresos y a las tareas pendientes señaladas, que la conclusión general es que en Costa Rica no existe una desigualdad como la que se ha querido pintar en muchos comentarios a partir de la famosa tablita del Banco Mundial.

Nuestra política social activa e instrumentada nos ha permitido ser, por los 7 años que se ha publicado formalmente el Índice Mundial de Progreso Social; una de las diez naciones más eficaces en convertir su crecimiento económico en progreso social, en uno de los líderes en progreso social en Latinoamérica y en el mundo emergente, y aún superar en muchos campos sociales a naciones de OCDE, alcanzando niveles de progreso social muy superiores a lo que nuestro nivel y distribución de ingreso parecieran indicar.

 

En otras palabras, nuestra política social está diseñada para hacernos tan “igualiticos” como es posible, mientras nos decidimos, de una vez por todas, a hacer las reformas educativas necesarias y a eliminar los odiosos privilegios que provocan una desigualdad no sustentada por productividad en la porción de nuestro sector público que, a todas luces, ha abusado del sistema para su propio y egoísta bienestar.

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