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Las raíces de pertenencia en la familia

Éste es mi primer atrevimiento en compartir mis “letrujas” en este medio que me encanta: El Observador. Para hablar de…

Por Desde la Columna

Tiempo de Lectura: 3 minutos
Las raíces de pertenencia en la familia
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Éste es mi primer atrevimiento en compartir mis “letrujas” en este medio que me encanta: El Observador.

Para hablar de familia, además de la formación pedagógica correspondiente, creo que se necesita haber transitado por grutas personales y ajenas, en las que el aprendizaje se cuela por cada poro de la piedra; he tenido la suerte de trabajar con familias por tantos años, que me he fusionado con cada una de sus historias, al punto que a veces pienso que son anécdotas mías.

En todo caso, hay dos regalos que he podido constatar a lo largo de los años, que el ser humano necesita obtener para poder desarrollarse en plenitud, en equilibrio; y que sólo pueden ser obsequiados por la familia:

Uno son raíces (a las que pertenecer), y otro son alas (para volar).

Hoy quisiera que hablásemos de las primeras, porque de las segundas necesitamos otro espacio, y además…quisiera que los lectores guarden la espera, a ver si me regalan la suerte de poder encontrarnos en la siguiente entrega.

Las raíces son las que nos hacen pertenecer, entender nuestra historia, de dónde venimos, nuestro contexto, nuestra cultura, nuestra espiritualidad, nuestros temperamentos, nuestras tendencias…a pesar de que en ocasiones no estamos seguros de gustar de todas ellas.

Paremos, y pensemos en nuestras raíces, antes de hablar de educación, pedagogía o de la caja SOS para gestionar a nuestros peques en casa, en esta pandemia surrealista, que nos está haciendo reconsiderarlo todo.

Cuando trabajamos con las familias, uno de los primeros ejercicios que hacemos son nuestros árboles genealógicos, con raíces poderosas, y ramajes infinitos; con hojas que representan todas esas personas que de alguna manera modelaron para nosotros qué significa y cómo se gestiona el amor.

Hojas frondosas, a veces llenas de ternura, de disciplina, de abuso, de indiferencia, de risa, de exigencia, de condescendencia, de abandono…llenas de todo ese calostro emocional que mamamos en la primera infancia.

Y cuando construimos nuestro árbol, podemos ver en esas hojas, muchas de nuestras inseguridades, de nuestros miedos, de nuestras fortalezas…. ¿qué hago con ellas, Bea?… yo respondo: mirémoslas de frente, con empatía; porque probablemente pertenecen a su vez a otros árboles que también tenían luces, y tenían sombras… pero es nuestra responsabilidad ver ese árbol, y amar esas raíces, aunque sean dolorosas… Como buena planta, sin raíces, no salen las hojas, y en crianza y familia, las hojas son las alas que construimos al sanar nuestras historias.

A veces educamos sin pararnos a dimensionar que muchas de las cosas que corregimos, no son de nuestros hijos… sino de nuestras hojas que disparan comportamientos y sombras, que debemos eliminar.

¿Será que María es mentirosa? ¿Será que Pablo no dice la verdad?

¿Será que mis papás estaban juntos, en nuestra presencia…no más? ¿Será que tenían vidas paralelas y nuestro niño interno no lo podría soportar?

Es importante que analicemos, nuestras hojas con amor… que las veamos en distancia, comprendiendo su razón.  Poniendo freno, a esos miedos, que en ocasiones nos invitan a reaccionar, con nuestros pequeños, y que en realidad nada tienen que ver con sus conductas.

Raíces que nos regalan aromas a infancia, canciones preciosas, costumbres que es necesario naturalizar en casa: recuperar las fotos viejas, dibujar los árboles con nuestros niños y niñas, pintar de colores sus ancestros. ¿Cómo se llamaba la bisabuela de los ojos de color caramelo?

Construir y regalar esas raíces que nos hacen fuertes, esas canciones, historias y cuentos de nuestra tribu que fortalecen nuestra pertenencia. Esas recetas de nuestras abuelas, anécdotas infinitas; vinculemos a nuestros hijos a ellas, a nuestras raíces, para que sean tan fuertes, que las alas nazcan por naturaleza de ellas; y de alguna forma, sanemos nuestras infancias, que no siempre son color de rosa.

Para criar hijos, es necesario sanar nuestras raíces, asegurarnos de honrarlas y podar nuestra alma, todas esas cosas que nos empequeñecían, transformando así nuestros cachorros, en luces todas esas sombras.