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Una palabra que no se debe decir ni en Costa Rica ni en España

Manuel Guisande para El Observador Quien me sigue en los artículos que escribo en El Observador, bien sabe que lo…

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Una palabra que no se debe decir ni en Costa Rica ni en España
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Manuel Guisande para El Observador

Quien me sigue en los artículos que escribo en El Observador, bien sabe que lo que escribo es intrascendente, pero que muy intrascendente, gracias a Dios. Y que lo único que pretendo es que el lector esboce una sonrisa, y esto lo digo porque lo que me pasó fue dramático.

Tanta fue la tragedia que llegué a la conclusión de que hay palabras que en determinados momentos no se deben decir, ni en Costa Rica ni en España. Ni en Burkina Faso o Burundi ya no sé, pero en el país del ‘Pura Vida’ y en Hispania… no.

El asunto fue que entre mi hermano y yo decidimos darnos un festín gastronómico, una especie de premio, para entendernos. Y como él es muy carnívoro compró dos chuletones que ni te imaginas, pero casi de medio kilo cada uno.

 Si los chuletones son así, pues así son

Vamos, lo suficiente como para salir de la carnicería y pensar si lo que llevaba en la bolsa realmente era carne, pesaba… joé lo que pesaba.

Se lo comenté pero dijo que sí, que los chuletones son así, y yo, muy comedido y sin pestañear, cavilé, “pues si son así, así son”. ¿Iba yo ahora a discutir lo que pesa una vaca?, pues no.

Total, que encendimos la parrilla, colocamos la carne y nos arreamos dos lingotazos de buen vino gallego, que no hay preparación culinaria que se precie sin pegarte un trago XXL mientras se hacen las viandas, y tú, por eso del alcohol, técnicamente C6H20, te deshaces por dentro.

Llegados a este punto hay que explicar que a mi hermano le va el tema de cocinar y a mí, comer, con lo cual ambos estamos equilibrados, excepto en lo mental… Claro, que ahí le gano yo por goleada, porque mi desquicie cerebral sobre pasa cualquier umbral. El de la pobreza, también.

La palabra maldita

Y así estábamos los dos, yo mirando la pseudovaca y él vigilando la parrilla, cuando me acerco, toco el chuletón y entonces dijo la palabra que no se debe pronunciar. Nunca, jamás.

Me miró, y en vez de decir, “aún no está” o “hay que pasarlo más”, dijo: “deja que se cauterice”. “¿¡¡Quééééé!!?”, grité. “Que se cauterice”, respondió.

Mira, fue decir cauterizar y te lo juro que por mi mente pasaron todas las películas de la II Guerra Mundial: ambulancias, hospitales, heridos, médicos con tenazas, con bisturís con sierras…. sangre por todas partes y la enfermera coqueta que se enamora del soldadillo imberbe.

Imposible, imposible comer el chuletón; porque para mí ya no era un chuletón; para mí era el brazo o la pierna del cabo Williams, del capitán Smith o del mayor Anderson. No me entraba, no me entraba, ni pegándome varios trago-litros de vino tinto, ni así.

Y lo peor es…

Mira que hay palabras en castellano, mira que hay, cerca de cien mil, pues va el carnívoro de mi hermano y justo se le ocurre una que no pegaba ni con cola: cauterizar

Y esto no es lo peor. Lo peor es que desde que dijo “cauterizar” llevo una semana que no puedo comer carne; y claro, o me vuelvo vegetariano o me da un arrebato y me apunto al canibalismo.

Y entonces sí, entonces me como yo al Williams, al Smith, al Anderson y, se me apuras, a toda la Compañía. ¿Cauterizar?, que bestia de hermano tengo.

Manuel Guisande