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La anécdota del niño, el padre y la educación

Manuel Guisande para El Observador Esta anécdota me la comentó hace muchos años mi padre, con el cual, además de…

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La anécdota del niño, el padre y la educación
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Manuel Guisande para El Observador

Esta anécdota me la comentó hace muchos años mi padre, con el cual, además de llevarme muy bien, supe que era precisamente eso, mi padre, cuando un día me dijo: “Hay una cosa que no comprendo”. “¿Cuál?”, le pregunté. Y a continuación, añadió: “Que el vino vicie… normal, pero que la calvicie…”.

Desde entonces nunca necesité, para estar seguro de que era mi progenitor, ni acudir al Registro Civil, ni mirar el Libro de Familia, ni hacerme la prueba de ADN. Estaba claro, era mi padre.

Bien, pues la anécdota que me contó ocurrió cuando una familia visitó a otra en un chalé y los niños entablaron amistad, que ya se sabe como lo hacen, a medio camino entre el cariño y la bestialidad. Entre “ven que te dejo este juego” y “es que me dio con un palo en la cabeza”.

Un hijo un poco gamberro y un padre desquiciado

El caso es que uno de los padres dijo al otro que no hacía bueno de uno de sus hijos, que siempre estaba haciendo tonterías, portándose mal, y que, más o menos, lo tenía desquiciado.

Entonces su colega le explicó su técnica disciplinar para tales ocasiones: “Pues yo a mi hijo, cuando hace una bobada, con solo mirarlo…”.

Pasados unos días, estaban comiendo en casa cuando el niño  hizo una de las suyas al reñir con su hermana por algo tan trascendente como ver quién cogía primero el bote de tomate.

El padre, recordando a su amigo, no dijo nada y se quedó mirando fijamente para él. La mirada era terrible, inmóvil, penetrante, desafiante, hasta diría que cuasiasesina.

El niño, entonces, para sorpresa del cabeza de familia, se quedó callado. El padre, impertérrito, con sangre fría, ni pestañeaba.

Fueron cinco segundos, tensos, muy tensos, en los que el progenitor sintió una alegría interior indescriptible, casi acercándose a una parada cardiorrespiratoria.

Pero fueron eso… solo cinco, cinco segundos, los suficientes como para que el niño, al verlo tan hierático e inmóvil le dijera: “¡Papá, papá!, ¿qué te pasa, te pasa algo?”.

Manuel Guisande